miércoles, 23 de marzo de 2016

Un café para el recuerdo y por el olvido

Su rostro no tenía precio. Resplandecía tras un bigote descuidado y bicolor al que le había precedido una espesa barba que de una semana a otra había desaparecido. Siempre le dábamos la mano pero aquella vez fue para una despedida con ganas, con gratitud, no sabíamos si más en su sonrisa o en la nuestra. Enorme, como el rascacielos más alto de Madrid, era la cálida sensación que nos llenó al cruzar Gran Vía tras habernos dicho 'adiós' sabiendo que era 'hasta pronto'.

Fue él quien nos propuso que le invitásemos a un café, algo que lejos de parecernos desproporcionado o descarado, nos pareció fantástico. No quisimos dejarlo pasar y siete días después estábamos sentados en la barra de un bar, como quien se sienta con un amigo, con un colega, con alguien que conoces de toda la vida pero a quien llevas cuarenta años sin ver y necesita ponerte al día. Se reía mientras relataba las anécdotas de sus primeros años trabajando, más o menos verosímiles pero siempre interesantes. Recordaba sin una pizca de vergüenza pero con algo de rencor el momento en el que la vida lo arrastró a la calle, hasta el cartón donde, como él decía, “maldormía” a no ser que una cerveza le ayudase a dormitar hasta caer toda la noche. Hablaba de gente que le llamaba la atención por la calle, de aquella mujer a la que le hubiera gustado acercarse para hablar, de aquella joven que, decía, le recordaba a mí y que veía a menudo por el centro. 

Casi no mencionaba nuestros nombres, pero yo estaba segura de que se acordaba y de que, en algún lugar en su interior, a veces esperaba que apareciera por allí a solicitar asiento, un acto meramente cordial, pues yo sabía que jamás iba a recibir una respuesta negativa. 

Nunca le había visto tan contento, pero los tres sabíamos que no era por el café. El café siempre era la excusa; aquel brebaje con el que lo mismo confiesas el peor de tus pecados que te enamoras cualquier tarde de invierno, pero que tan sólo calienta las manos y predispone las almas para lo que tenga que venir. Él no pagó, sino con sus palabras y sus historias, y eso era más que suficiente.

La semana siguiente, ya sentados en el cartón, le bastaron dos minutos de cordialidad para que empezara a contar hazañas y anécdotas, historias de su día a día, reflexiones confusas, un vago recuerdo de cómo era la ciudad cincuenta años atrás. Volvió a sugerirnos lo del café: quería compartir y olvidar el frío.


Nunca pensé que el agradecimiento pudiese dormir en un cajero. Consiguió que una noche de febrero pareciera un día de abril.

domingo, 13 de marzo de 2016

Más allá de las montañas: Capítulo 5

Los grandes árboles del bosque eran los únicos que no habían cambiado. Nora reflejaba en sus arrugas el paso de los años, al igual que sus hermanas. El abuelo se había quedado en casa, ya apenas podía andar y se despidió de Julián antes de que saliera. Solo ellos cuatro llegaron a la frontera del bosque, sin más ruido que el de sus pies pisando las hojas secas del otoño. El otoño más triste desde que había nacido Julián. El otoño más triste en dieciséis años. Pero también era un otoño lleno de esperanza. Julián sentía en su pecho más que nunca la responsabilidad y la oportunidad que su madre le había brindado, pero a la vez una gran angustia por dejar atrás lo que había conocido y querido: su familia, sus amigos, la gente de aquel pequeño lugar. También el miedo. Nadie sabía que había más allá de las altas montañas con las que soñaba su madre, nadie sabía si cerca habría gente o si tendría que andar durante años hasta poder llegar a un sitio habitado. No sabía dónde estaba ni a dónde iba, y solo contaba con una mochila bien equipada y la esperanza de cumplir con aquel futuro mejor.

Besó y abrazó a sus tías y después se acercó a su madre. Ambos retenían las lágrimas, pero a la vez sonreían. No creían que aquello fuese a pasar. Les dolía separase, ambos habían sido su apoyo y consuelo mutuo, su mayor alegría y mayor motivo de vivir. Para Nora era todo lo que tenía y todo lo que le quedaba de Miguel. Y ahora lo dejaba marchar. Tras un eterno abrazo que se hizo corto en comparación con saber que el resto de sus días estarían probablemente separados, Julián cruzó, como había hecho muchas veces desde que tenía consciencia para saber que debía volver, comprobando con su madre que seguía siendo inmune a aquella maldición. Pero esta vez cruzó para no regresar, saludando desde el otro lado de la barrera invisible y dejando caer las lágrimas a medida que avanzaba. El mundo se hizo inmenso ante sus ojos, pero tenía el paso firme. Siempre cabía la posibilidad de volver si la muerte se asomaba antes de llegar a algún sitio habitado. Pero no volvió.

Su familia pasó los primeros meses con el corazón en un puño: podría haber muerto o haber llegado a algún sitio donde encontró la felicidad. Pronto se acostumbraron a la incertidumbre, aunque no a la falta. Y miraban al cielo esperando vagamente alguna respuesta a las incógnitas que despertaban el destino de Julián. Los vecinos preguntaron y finalmente tuvieron que explicar cómo había sucedido lo que consideraron un milagro. Pero la mayoría de personas no quisieron que sus hijos se marcharan, así que solo unos pocos eran mentalmente preparados para salir de ese lugar sin sentir más miedo del que su cuerpo podía permitirles. Al principio todos se compadecieron de Nora, acusándola incluso de ser una mala madre por haber dejado que Julián se fuera sin saber si podría sobrevivir, alejándole de su familia y su conocida y querida comunidad. Pero ella no escuchaba sus argumentos cerrados y supersticiosos. Solo sentía en su corazón la ferviente sensación de que su hijo había encontrado la vida fuera de aquellas barreras.



Epílogo


Un día cualquiera un joven viajero llegó con su familia al pueblo. Iba de la mano de una bonita mujer y detrás corrían dos niños de unos doce años. Para él era un día excepcional, y se encontró con un lugar excepcional, mucho más deshabitado de lo que él lo había conocido. Supo reconocer a todos los ancianos, pero no a los adultos ni a los niños. Supo reconocer, por supuesto, una vieja casa separada de las demás, muy cerca de la colina donde nació y donde ahora una anciana mujer vivía con dos mujeres. Todas tenían el claro color del cabello de Julián, pero solo una tenía arrugas de mirar al cielo sonriendo y los ojos chispeantes de esperanza. 

domingo, 6 de marzo de 2016

Más allá de las montañas: Capítulo 4

No fue raro que la idea surgiera en su amada colina, mirando a sus preciadas montañas cuando el sol está a punto de despedirse. No sabía cómo, pero quería sacar al bebé de aquel pueblo aislado. Miró al pueblo, allí abajo, en la ladera. No habían conseguido escalar la barrera más de veinte o treinta metros a lo alto, sin ningún éxito. Pero la colina era mucho más. Igual el triple. Nora no lo tenía claro, pero sabía que mucho más.  ¿Podría considerar que la montaña estaba fuera de la barrera? No tenía ninguna forma de averiguarlo, pero era lo único que podía hacer: daría a luz allí, en el punto más alto.
No comentó a nadie su plan, guardó silencio y continuó con su vida, de forma habitual. No quería ni podía ocultar su tristeza, pero se reflejaba en la chispa de sus ojos aquella esperanza de poder salvar a su primogénito de un destino triste como el suyo.

Los meses pasaron deprisa, entre malos ratos por culpa de los síntomas y preparaciones para la llegada del nuevo miembro de la familia. Todo estaba dispuesto en la habitación que antaño compartía Nora con Miguel. Dada la situación del pueblo, las parejas intentaban no tener descendencia, pues poco más podían hacer si había cosechas malas, sino alimentar a otra boca hambrienta. Algunos murmuraban y se compadecían de la pobre Nora, que cuidaría al hijo sola teniendo que mantener también a su suegro y sus hermanas, pero detrás de esos comentarios solo había admiración.

Por fin llegó el día. Salió de cuentas algo antes de lo previsto. Estaba asustada, pues sabía que si alguien más se daba cuenta, la retendrían en la casa y no podría llevar a cabo su plan. Por otro lado, si lo contaba, se lo tomarían como una tontería y tampoco la dejarían salir de la casa. Por suerte, estaba sola, trabajando fuera de la casa en aquel momento. Rompió aguas y, con todas sus fuerzas, subió a lo alto de la colina, lo más alto que pudo subir, pensando en que ese esfuerzo podría salvarle y que a la vez podía matarlos a los dos. Estaba dispuesta a arriesgarse. Cuando se tumbó suspiró aliviada, pero por poco tiempo, las contracciones ya eran fuertes y, soportando un gran dolor y aguantando más de lo que jamás pensó que podría, dio a luz.

Cortó con un pequeño cuchillo del que se había provisto el cordón y se quitó su delantal, y con el envolvió a la criatura. Era un niño, con los ojos verdes y las facciones de su apuesto padre. Tenía, sin embargo, el claro pelo de su madre. Muy finito, apenas visible, por encima de una cabecita blanca. Lloró durante unos minutos hasta que Nora le calmó. Lo abrazó. Lloró. Sentía una gran alegría y una imperiosa necesidad de comprobar si su intento de salvarle había dado sus frutos. Agotada y sudorosa, bajó la colina en busca de la frontera. Caminó apenas un kilómetro cuando se topó con ella. Lo supo porque sus brazos iban delante, y chocaron débilmente con algo invisible e intraspasable. Suspiró, volvió a coger aire y con mucho cuidado de no hacer daño a su amado bebé, por si no funcionaba, lo acercó a la barrera. El bebé sollozó al notar que algo le separaba del calor de su madre, pero alzó las manitas, las cuales pasaron, sin ninguna dificultad, la fuerte barrera que había encerrado durante generaciones a toda una comunidad. También pasó parte de su cabeza. Pero no pudo pasar más, Nora lo sujetaba y sus manos estaban dentro de aquella jaula. Sin embargo, el éxito fue claro: el bebé estaba más allá de lo que llegaban sus manos.


Ilusionada y alegre se fue a su casa. Cuando entró supo que habían estado buscándola. Normalmente no se preocupaban, pues desde la muerte de Miguel, Nora desaparecía con frecuencia, suponían que para estar sola y amainar su tristeza, pero estaba a punto de salir de cuentas y les daba miedo que se encontrara sola a la hora del parto. Así fue, pero no por mera casualidad. Nora entró feliz y les enseñó al niño, que tenía un aspecto saludable y alegre. No duró mucho, pronto se durmió y ellos tuvieron tiempo de preguntarle efusivamente a Nora que por qué no había intentado volver a casa. Ella entonces les explicó toda la historia, desde su idea hasta su comprobación. Su hipótesis refutada, algo que podía cambiar el curso de la vida del pequeño. Tanto el ahora abuelo como las nuevas tías del niño guardaron silencio mientras asumían lo que habían oído: hacía mucho tiempo que todas las personas habían descartado cualquier posibilidad de salir de allí. Simplemente lo asumían y aprendían a vivir así como tuvieron que aprender sus primeros ancestros, los que provocaron según la leyenda que el pueblo se quedara aislado. 

Pero pronto mostraron su apoyo a la joven madre: el siguiente paso era criar al bebé, hacerlo un joven fuerte y consciente de su destino, que supiera que cuando estuviera preparado, saldría de allí en busca de un futuro diferente. Comenzaron por llamarlo Julián, que quiere decir "de raíces fuertes". Así fuera a donde fuera, esperaban, no las olvidaría.