miércoles, 13 de enero de 2016

Sobre agallas e ilusiones deshechas

Apenas unos años después de haber empezado a vomitar palabras, ya siento que lo he escrito todo. Lo más difícil de escribir cómo me siento es que tras escribirlo, lo veo. Me veo reflejada en palabras conectadas por mi mente, que forman mi alma y que atañen al corazón, allá donde aún quedan resquicios habitables. Lo peor de las palabras es enfrentarte a ellas, poder mirarlas de frente una y otra vez y que no se borren con el tiempo, la compañía o con irse a dormir pensando que mañana, por no llevarle la contraria al sentido común, será otro día. Y lo mejor de las palabras es enfrentarte a ellas. Sí, te ves por dentro y te contemplas, ves las heridas, ves las alegrías y coses los rotos. Y sobre todo, ante todo, y porque parece que es la única forma de hacerlo de verdad, te perdonas a ti mismo. Me vienen canciones y frases a la mente, ¿qué voy a escribir yo, si los mejores ya lo han escrito? 
Pero también me leo a mí misma, porque al fin y al cabo, dónde me voy a encontrar mejor que en mis versos. Y no he cambiado, aunque no soy la misma, pero mantengo aquellas cosas que me hacen ser como soy, para bien o para mal, como la pasión y la impaciencia. Las moldeo para mí, lo consiga o no, las ato a mí, las hago a mí y las aplico: cuando me rompen en pedazos y cuando me sonríen un domingo. 
Siempre busco refugio aunque considero que casi siempre en sitios equivocados: las palabras hacen fortalezas que los vasos vacíos no pueden romper. Me miro al espejo y soy yo; me recuerdo con quince años, cuando empecé a arrancar páginas a las libretas, a hacer ruido con las teclas y, más que nunca, a conocerme. 
Yo, me, mí, conmigo. A veces soy una terrible compañía y otras la única que me hace madurar. Diecinueve años y los ojos vidriosos, el pelo revuelto, poesía en los labios, grabadoras sin reproducir, libretas sin acabar y sin empezar, la fuerza en los abrazos, las manos incorrectas para tocar un saxofón, dramas a media noche, sonrisas a media tarde, ganas de sentir todo el día y ganas de querer...

...me para siempre.

sábado, 2 de enero de 2016

1 de enero

Llovía y yo lo oía desde mi habitación. Cerraba los ojos y me dejaba envolver por el sonido que las gotas producían al estrellarse contra el suelo de mi balcón, las ruedas de los coches abriéndose paso entre los charcos, a veces los tragos que ingerían los canalones. Al menos podía oírlo y respirarlo. Quería salir a la lluvia pero no lo hacía. Cualquier cosa fuera de mi habitación me parecía cruel y aterradora, escondía la cabeza bajo las mantas y meditaba una vez más sobre lo cansada que estaba de meditar siempre sobre lo mismo. Soledad podía ser una triste compañera, que alimentaba fantasmas y hacía regurgitar las penas, pero dejaba más espacio para mí: protagonista de mi vida, mi centro de atención. Podía respirar y respiraba tiempo; quería tranquilidad y tenía, irónicamente, más que nunca entre rebeliones internas y bullicios externos. Hay cosas que ya no cura ni un buen café. 
Sentía ganas de gritar algo, pero todo parecía dicho y todo parecía silencioso y en calma. Es lo que viene después de la tormenta, aunque yo siempre seré de lluvia. Del fondo solo podía subir y del frío solo podía esperar golpes. Buscaba nuevos lugares de escribir ensuciando las hojas a la par que limpiaba mi alma e intentaba perdonarme las cosas a base de leerlas de mi puño y letra. Repeticiones inconexas sobre lo que debería ser y lo que no, sin respiro al corazón más que para mantenerse en calma y solicitar nuevas costuras a agujas que quizá nunca llegarían a enhebrar. 
Y quién sino yo misma, como digo que hago siempre y como en realidad no hago nunca, va a tapar los agujeros por los que se escapan todos esos sentimientos que rebosan tras una noche de melancolía y errores en la que solo pude quejarme, como siempre hago, de que las cosas no son como yo quiero. 

Casi veinte años y las mismas rabietas.