jueves, 20 de octubre de 2016

Pálpito

De repente me di cuenta de que nunca me había parado a escuchar tu corazón, a pesar del significado cercano y humano que tiene para mí; define a alguien que siente, que padece, que provoca algo en los demás. Cada uno suena diferente. Un poco más a la izquierda o a la derecha, más suave, más claro. Igual se aceleró el ritmo por las circunstancias, pero en aquel lugar, que guardaba tantos recuerdos, y que me había encogido el corazón tras prohibirme a mí misma no volver nunca, la distancia se acortó entre nosotros y ya sólo dejábamos pasar el aire por tener de dónde respirar. Creaba recuerdos nuevos en sitios viejos que contenían imágenes difusas y tristes. Todo en mi cabeza, por supuesto. Pero la ciudad no dejaba de estar impregnada de momentos que había ido extendiendo poco a poco, sin imaginarme que más temprano que tarde acabaría por haber huellas de mi vida en cualquier calle. 

Nos encontrábamos en un lugar con magia propia, aunque aparentemente normal o banal, como podrían parecer muchos otros si no los miras desde la perspectiva adecuada. Ya de noche se evitaban las miradas, se miraba al infinito, se hacían infinitos los momentos. Lo recordaría con cariño y cierta melancolía tras un día lluvioso que había intentado arrastrar todas las posibles pequeñas dudas. Las luces aclaraban la realidad, pero preferíamos las sombras. Parar cada veinte pasos, cerrar los ojos para agudizar el resto de sentidos: oír el murmullo del río, sentir una caricia, saborear el momento.

No sabía qué esperar de todo aquello y estaba decidida a no esperar nada pero a disfrutarlo todo. Con miedo, con el mismo miedo que causa casi todo en la vida y con todas las veces que oyes "no es el momento" o "no es esto lo que necesitas" o "no puedo darte más". Probablemente algún día habría que apartarse, olvidar, seguir con la vida como si nada, apreciando las cosas por su existencia efímera y su huella en nuestra mente. Romper con el pasado, escribir un par de poemas sobre ello, llorarlo alguna que otra noche y volver a empezar.

Pero ese no era el día y Madrid lo sabía.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Raíces

Jamás sentiré una tierra
tan mía como la de Soria.
Jamás olvidaré el color de sus campos
mezclados con tierra caliza.
Los tonos verdes del trigo y la cebada
las encinas alzándose entre los caminos,
el olor del tomillo que trae el viento
mientras recoges uvas en la vid.

Jamás sentiré una tierra
tan mía como la de Soria.
No la tierra como lugar,
sino la tierra que arrastra el viento
que piso y que forma los caminos.
La tierra que se queda en las manos
cuando coges setas sin llevar abrigo.

Jamás sentiré una tierra
tan mía como la de Soria
porque aunque viva en otros lugares
y aunque mi corazón este dividido
entre la ciudad y el corazón de la Castilla
que empieza a caer en el olvido,
las raíces que son para siempre
toman su agua del mismo río
del que se nutren los campos
que hoy deseo describir en mi mente.

Y aunque el Duero se seque
y caminante, no haya camino
y a veces me despierte
lejos de su habitual frío
hay paisajes que no se miran con los ojos
sino con el corazón de un niño
y jamás sentiré, ya pueden ser París o Roma
una tierra tan mía
como siento la de Soria.


lunes, 19 de septiembre de 2016

Mono no aware

Soy de las que recuerda las canciones que bailó, de las que recomienda libros, de las que guarda objetos de momentos importantes. Soy melancolía y lucho contra el olvido. Siento como si fuera ayer todo aquello que me marcó. Siento las palabras provocando escalofríos en mi cuerpo, los abrazos calentando el corazón, las miradas diciendo adiós. Es pasado y los mantengo presentes; y casi siempre deseaba que fueran futuro. Casi siempre. Soy melancolía y lucho contra el olvido, aunque trate de dejar atrás la carga de los recuerdos.


viernes, 3 de junio de 2016

Tal vez si soñamos

Más que nunca y, como en mi vida siempre,
irremediablemente impaciente.
Tengo la necesidad, conmigo
de sentirte y de tocarte,
de tenerte como abrigo.

Es la conexión tan fuerte,
que la desconexión me mata.
La prisa por conocerte a fondo
y a la vez la incertidumbre
por rozar muy poco a poco,
por mantener viva la lumbre.

Encuentro un hogar en tus ojos,
castaños y llenos de vida.
Recogen de mi corazón despojos
y en tus manos les dan cabida.

Incluso cuando discutimos
por la maldita sintonía,
para mí somos dos músicos
al son de una melodía.

Y si perdemos la fe,
probablemente esté escondida
entre un beso que me des
y una carcajada limpia.

Si esto no es algo grande
que me traigan la primavera;
me reiré como nunca antes
de su dimensión austera. 

Tal vez, la conexión es tan fuerte
que la desconexión es terrible.
Tal vez, la sintonía nos falla
porque la música no se repite.

Tal vez queramos comprendernos tanto,
que un fallo nos da dolor de cabeza.
Arráncame las lágrimas si con eso
deshago nudos en tu maraña de ideas.




Pasara lo que pasara, iba a salir de aquello como siempre: con muchísimas agallas y una fuerza que a veces no sé ni de dónde sacaba. Oliendo y sabiendo a café y con la tinta en la boca. Con el dolor destruyendo todo y haciendo que, por momentos, me importara cada vez menos lo que le pasaba al corazón. Fingir que no tenia nunca era una opción; fingir que podía arreglarlo, cada vez más difícil y lejano. Soñar, la única forma de evadirme; el insomnio, siempre presente mientras las lágrimas luchaban por salir apelotonadas del lagrimal, queriendo descender por mi mejilla.

Iba a salir de aquello porque era lo que siempre hacía: salir. Hacia dónde, ya era otro tema. Qué difícil parece sentirse bien cuando no encuentras razones. Si sales, si sigues, es porque entre todo ese barro te encuentras a ti mismo, fuerte aunque a veces te derrumbes y entero aunque hayas perdido pedazos por el camino.

Pasara lo que pasara, la vida seguiría y yo siempre tendría metros cuadrados de más para un corazón que cada vez era menos.

martes, 10 de mayo de 2016

Temporal



A veces, cuando parece que el buen tiempo ha llegado para quedarse, vienen lluvias torrenciales. El viento se lleva tu paraguas y te azota en la cara para que sepas que no tienes que relajarte, que la vida está lejos de ser un camino de rosas. Caminas hacia la dirección que quieres, por mucho que cueste y que el temporal te empuje hacia otro lado y solo esperas llegar lo menos empapado posible. 

A veces, cuando crees que el calor te acompañará siempre, necesitas una manta y un buen té en la despensa por si vuelve el frío a colarse por la ventana y a hacer una parada bajo el edredón. Y si ocurre (que lo más probable es que ocurra) tu mejor arma es no pensar en lo malo del frío, sino en el cielo de diferentes tonalidades grises, en las gotas cayendo en la ventana, en sopas recién hechas y en hundir las botas de agua en todos los charcos que haya en la ciudad. 

Y de verdad, de verdad, que a veces, en medio de todas esas tormentas alguien te dice "no vale la pena" y te hace pensar, aunque sea mentira, que no mereces mojarte ese día. Y aunque quizá otro día valga la pena soplar las nubes y descubrir el sol, hoy por hoy te pones la capucha, metes las manos en los bolsillos y caminas mientras resuenan las gotas contra la acera, contra el abrigo, contra la vida... limpiando cualquier cosa que haya podido ensuciar la primavera.

miércoles, 13 de abril de 2016

Posguerra

Siempre encuentro motivos para desvelarme. A veces simplemente la realidad me mantiene alerta porque los sueños me parecen mediocres en comparación. A veces son los sueños los que anhelo porque igual, y solo igual, si mi subconsciente se comporta, me muestre aquello que quiero ver. A veces dudas y fantasmas se apelotonan en mi cama y el simple contacto con ellos me congela los pies. Noto la oscuridad amparando pesadillas y las sábanas guardando pensamientos fúnebres al son de una balada que se me antoja el requiem de todas las cosas bonitas que me pudieran suceder. 
Tengo miedo y casi siempre es un motivo para desvelarme. Porque me paraliza cualquier cosa que consigo pueda llevar de la mano un solo objeto punzante que raje este corazón y haga llorar este alma. Cierro las puertas a todo, guardo el corazón bajo llave. Tiro las posibilidades al mar en el que siempre naufrago cuando me lanzo desde aquel acantilado; tan seductor me parece cada invierno...
Y ahora hay silencio y resuenan todas las dudas y susurran todos los recuerdos y brota en mí el insomnio que no se aventura pasajero. Me grita la razón y pocas veces atiendo. La valentía dormita, drogada por la cautela. En un nuevo terreno, desconocido y exótico, suaves son los pasos que da el alma para no dinamitar en mil pedazos. "Velar tus sueños no puedo, más puedo limpiar tus heridas de guerra." 

Cansada de batallar, descanso, los párpados mueren en la arena: no sé si me han rescatado o he llegado tras permanecer a la deriva cientos de lunas llenas. 

miércoles, 23 de marzo de 2016

Un café para el recuerdo y por el olvido

Su rostro no tenía precio. Resplandecía tras un bigote descuidado y bicolor al que le había precedido una espesa barba que de una semana a otra había desaparecido. Siempre le dábamos la mano pero aquella vez fue para una despedida con ganas, con gratitud, no sabíamos si más en su sonrisa o en la nuestra. Enorme, como el rascacielos más alto de Madrid, era la cálida sensación que nos llenó al cruzar Gran Vía tras habernos dicho 'adiós' sabiendo que era 'hasta pronto'.

Fue él quien nos propuso que le invitásemos a un café, algo que lejos de parecernos desproporcionado o descarado, nos pareció fantástico. No quisimos dejarlo pasar y siete días después estábamos sentados en la barra de un bar, como quien se sienta con un amigo, con un colega, con alguien que conoces de toda la vida pero a quien llevas cuarenta años sin ver y necesita ponerte al día. Se reía mientras relataba las anécdotas de sus primeros años trabajando, más o menos verosímiles pero siempre interesantes. Recordaba sin una pizca de vergüenza pero con algo de rencor el momento en el que la vida lo arrastró a la calle, hasta el cartón donde, como él decía, “maldormía” a no ser que una cerveza le ayudase a dormitar hasta caer toda la noche. Hablaba de gente que le llamaba la atención por la calle, de aquella mujer a la que le hubiera gustado acercarse para hablar, de aquella joven que, decía, le recordaba a mí y que veía a menudo por el centro. 

Casi no mencionaba nuestros nombres, pero yo estaba segura de que se acordaba y de que, en algún lugar en su interior, a veces esperaba que apareciera por allí a solicitar asiento, un acto meramente cordial, pues yo sabía que jamás iba a recibir una respuesta negativa. 

Nunca le había visto tan contento, pero los tres sabíamos que no era por el café. El café siempre era la excusa; aquel brebaje con el que lo mismo confiesas el peor de tus pecados que te enamoras cualquier tarde de invierno, pero que tan sólo calienta las manos y predispone las almas para lo que tenga que venir. Él no pagó, sino con sus palabras y sus historias, y eso era más que suficiente.

La semana siguiente, ya sentados en el cartón, le bastaron dos minutos de cordialidad para que empezara a contar hazañas y anécdotas, historias de su día a día, reflexiones confusas, un vago recuerdo de cómo era la ciudad cincuenta años atrás. Volvió a sugerirnos lo del café: quería compartir y olvidar el frío.


Nunca pensé que el agradecimiento pudiese dormir en un cajero. Consiguió que una noche de febrero pareciera un día de abril.

domingo, 13 de marzo de 2016

Más allá de las montañas: Capítulo 5

Los grandes árboles del bosque eran los únicos que no habían cambiado. Nora reflejaba en sus arrugas el paso de los años, al igual que sus hermanas. El abuelo se había quedado en casa, ya apenas podía andar y se despidió de Julián antes de que saliera. Solo ellos cuatro llegaron a la frontera del bosque, sin más ruido que el de sus pies pisando las hojas secas del otoño. El otoño más triste desde que había nacido Julián. El otoño más triste en dieciséis años. Pero también era un otoño lleno de esperanza. Julián sentía en su pecho más que nunca la responsabilidad y la oportunidad que su madre le había brindado, pero a la vez una gran angustia por dejar atrás lo que había conocido y querido: su familia, sus amigos, la gente de aquel pequeño lugar. También el miedo. Nadie sabía que había más allá de las altas montañas con las que soñaba su madre, nadie sabía si cerca habría gente o si tendría que andar durante años hasta poder llegar a un sitio habitado. No sabía dónde estaba ni a dónde iba, y solo contaba con una mochila bien equipada y la esperanza de cumplir con aquel futuro mejor.

Besó y abrazó a sus tías y después se acercó a su madre. Ambos retenían las lágrimas, pero a la vez sonreían. No creían que aquello fuese a pasar. Les dolía separase, ambos habían sido su apoyo y consuelo mutuo, su mayor alegría y mayor motivo de vivir. Para Nora era todo lo que tenía y todo lo que le quedaba de Miguel. Y ahora lo dejaba marchar. Tras un eterno abrazo que se hizo corto en comparación con saber que el resto de sus días estarían probablemente separados, Julián cruzó, como había hecho muchas veces desde que tenía consciencia para saber que debía volver, comprobando con su madre que seguía siendo inmune a aquella maldición. Pero esta vez cruzó para no regresar, saludando desde el otro lado de la barrera invisible y dejando caer las lágrimas a medida que avanzaba. El mundo se hizo inmenso ante sus ojos, pero tenía el paso firme. Siempre cabía la posibilidad de volver si la muerte se asomaba antes de llegar a algún sitio habitado. Pero no volvió.

Su familia pasó los primeros meses con el corazón en un puño: podría haber muerto o haber llegado a algún sitio donde encontró la felicidad. Pronto se acostumbraron a la incertidumbre, aunque no a la falta. Y miraban al cielo esperando vagamente alguna respuesta a las incógnitas que despertaban el destino de Julián. Los vecinos preguntaron y finalmente tuvieron que explicar cómo había sucedido lo que consideraron un milagro. Pero la mayoría de personas no quisieron que sus hijos se marcharan, así que solo unos pocos eran mentalmente preparados para salir de ese lugar sin sentir más miedo del que su cuerpo podía permitirles. Al principio todos se compadecieron de Nora, acusándola incluso de ser una mala madre por haber dejado que Julián se fuera sin saber si podría sobrevivir, alejándole de su familia y su conocida y querida comunidad. Pero ella no escuchaba sus argumentos cerrados y supersticiosos. Solo sentía en su corazón la ferviente sensación de que su hijo había encontrado la vida fuera de aquellas barreras.



Epílogo


Un día cualquiera un joven viajero llegó con su familia al pueblo. Iba de la mano de una bonita mujer y detrás corrían dos niños de unos doce años. Para él era un día excepcional, y se encontró con un lugar excepcional, mucho más deshabitado de lo que él lo había conocido. Supo reconocer a todos los ancianos, pero no a los adultos ni a los niños. Supo reconocer, por supuesto, una vieja casa separada de las demás, muy cerca de la colina donde nació y donde ahora una anciana mujer vivía con dos mujeres. Todas tenían el claro color del cabello de Julián, pero solo una tenía arrugas de mirar al cielo sonriendo y los ojos chispeantes de esperanza. 

domingo, 6 de marzo de 2016

Más allá de las montañas: Capítulo 4

No fue raro que la idea surgiera en su amada colina, mirando a sus preciadas montañas cuando el sol está a punto de despedirse. No sabía cómo, pero quería sacar al bebé de aquel pueblo aislado. Miró al pueblo, allí abajo, en la ladera. No habían conseguido escalar la barrera más de veinte o treinta metros a lo alto, sin ningún éxito. Pero la colina era mucho más. Igual el triple. Nora no lo tenía claro, pero sabía que mucho más.  ¿Podría considerar que la montaña estaba fuera de la barrera? No tenía ninguna forma de averiguarlo, pero era lo único que podía hacer: daría a luz allí, en el punto más alto.
No comentó a nadie su plan, guardó silencio y continuó con su vida, de forma habitual. No quería ni podía ocultar su tristeza, pero se reflejaba en la chispa de sus ojos aquella esperanza de poder salvar a su primogénito de un destino triste como el suyo.

Los meses pasaron deprisa, entre malos ratos por culpa de los síntomas y preparaciones para la llegada del nuevo miembro de la familia. Todo estaba dispuesto en la habitación que antaño compartía Nora con Miguel. Dada la situación del pueblo, las parejas intentaban no tener descendencia, pues poco más podían hacer si había cosechas malas, sino alimentar a otra boca hambrienta. Algunos murmuraban y se compadecían de la pobre Nora, que cuidaría al hijo sola teniendo que mantener también a su suegro y sus hermanas, pero detrás de esos comentarios solo había admiración.

Por fin llegó el día. Salió de cuentas algo antes de lo previsto. Estaba asustada, pues sabía que si alguien más se daba cuenta, la retendrían en la casa y no podría llevar a cabo su plan. Por otro lado, si lo contaba, se lo tomarían como una tontería y tampoco la dejarían salir de la casa. Por suerte, estaba sola, trabajando fuera de la casa en aquel momento. Rompió aguas y, con todas sus fuerzas, subió a lo alto de la colina, lo más alto que pudo subir, pensando en que ese esfuerzo podría salvarle y que a la vez podía matarlos a los dos. Estaba dispuesta a arriesgarse. Cuando se tumbó suspiró aliviada, pero por poco tiempo, las contracciones ya eran fuertes y, soportando un gran dolor y aguantando más de lo que jamás pensó que podría, dio a luz.

Cortó con un pequeño cuchillo del que se había provisto el cordón y se quitó su delantal, y con el envolvió a la criatura. Era un niño, con los ojos verdes y las facciones de su apuesto padre. Tenía, sin embargo, el claro pelo de su madre. Muy finito, apenas visible, por encima de una cabecita blanca. Lloró durante unos minutos hasta que Nora le calmó. Lo abrazó. Lloró. Sentía una gran alegría y una imperiosa necesidad de comprobar si su intento de salvarle había dado sus frutos. Agotada y sudorosa, bajó la colina en busca de la frontera. Caminó apenas un kilómetro cuando se topó con ella. Lo supo porque sus brazos iban delante, y chocaron débilmente con algo invisible e intraspasable. Suspiró, volvió a coger aire y con mucho cuidado de no hacer daño a su amado bebé, por si no funcionaba, lo acercó a la barrera. El bebé sollozó al notar que algo le separaba del calor de su madre, pero alzó las manitas, las cuales pasaron, sin ninguna dificultad, la fuerte barrera que había encerrado durante generaciones a toda una comunidad. También pasó parte de su cabeza. Pero no pudo pasar más, Nora lo sujetaba y sus manos estaban dentro de aquella jaula. Sin embargo, el éxito fue claro: el bebé estaba más allá de lo que llegaban sus manos.


Ilusionada y alegre se fue a su casa. Cuando entró supo que habían estado buscándola. Normalmente no se preocupaban, pues desde la muerte de Miguel, Nora desaparecía con frecuencia, suponían que para estar sola y amainar su tristeza, pero estaba a punto de salir de cuentas y les daba miedo que se encontrara sola a la hora del parto. Así fue, pero no por mera casualidad. Nora entró feliz y les enseñó al niño, que tenía un aspecto saludable y alegre. No duró mucho, pronto se durmió y ellos tuvieron tiempo de preguntarle efusivamente a Nora que por qué no había intentado volver a casa. Ella entonces les explicó toda la historia, desde su idea hasta su comprobación. Su hipótesis refutada, algo que podía cambiar el curso de la vida del pequeño. Tanto el ahora abuelo como las nuevas tías del niño guardaron silencio mientras asumían lo que habían oído: hacía mucho tiempo que todas las personas habían descartado cualquier posibilidad de salir de allí. Simplemente lo asumían y aprendían a vivir así como tuvieron que aprender sus primeros ancestros, los que provocaron según la leyenda que el pueblo se quedara aislado. 

Pero pronto mostraron su apoyo a la joven madre: el siguiente paso era criar al bebé, hacerlo un joven fuerte y consciente de su destino, que supiera que cuando estuviera preparado, saldría de allí en busca de un futuro diferente. Comenzaron por llamarlo Julián, que quiere decir "de raíces fuertes". Así fuera a donde fuera, esperaban, no las olvidaría.

sábado, 20 de febrero de 2016

Notas de eneros fríos

Estás loco si crees que abandoné la calma por ti. Abandoné la calma porque ella y yo ya no éramos capaces de vernos la cara sin sentir cierta amargura. A mí me llamaba la tormenta y el caos, las llamaradas de locura y las acciones imprevistas, las ilusiones, el desconcierto, la improvisación.
Estás loco si crees que te regalé aquellas páginas para que las desestimaras. Bórralas como a mí; tíralas, písalas, olvida dónde y cómo las dejaste y vuelve cualquier día para ver si puedes escribir en ellas.
Estás loco si pensaste que me quedaría viendo cómo me marchitas y te riegas, cómo me arrancas las hojas mientras dices que me quieres ver crecer. 
Estás loco si, por solo un segundo, creíste ser algo más que aquello que, como un niño con un juguete nuevo, me quiso dos días y me rompió el tercero.

Estoy loca porque pensé que podía creer a un extraño cuando me hablaba de un paraíso que solo estaba en su cabeza. 

miércoles, 13 de enero de 2016

Sobre agallas e ilusiones deshechas

Apenas unos años después de haber empezado a vomitar palabras, ya siento que lo he escrito todo. Lo más difícil de escribir cómo me siento es que tras escribirlo, lo veo. Me veo reflejada en palabras conectadas por mi mente, que forman mi alma y que atañen al corazón, allá donde aún quedan resquicios habitables. Lo peor de las palabras es enfrentarte a ellas, poder mirarlas de frente una y otra vez y que no se borren con el tiempo, la compañía o con irse a dormir pensando que mañana, por no llevarle la contraria al sentido común, será otro día. Y lo mejor de las palabras es enfrentarte a ellas. Sí, te ves por dentro y te contemplas, ves las heridas, ves las alegrías y coses los rotos. Y sobre todo, ante todo, y porque parece que es la única forma de hacerlo de verdad, te perdonas a ti mismo. Me vienen canciones y frases a la mente, ¿qué voy a escribir yo, si los mejores ya lo han escrito? 
Pero también me leo a mí misma, porque al fin y al cabo, dónde me voy a encontrar mejor que en mis versos. Y no he cambiado, aunque no soy la misma, pero mantengo aquellas cosas que me hacen ser como soy, para bien o para mal, como la pasión y la impaciencia. Las moldeo para mí, lo consiga o no, las ato a mí, las hago a mí y las aplico: cuando me rompen en pedazos y cuando me sonríen un domingo. 
Siempre busco refugio aunque considero que casi siempre en sitios equivocados: las palabras hacen fortalezas que los vasos vacíos no pueden romper. Me miro al espejo y soy yo; me recuerdo con quince años, cuando empecé a arrancar páginas a las libretas, a hacer ruido con las teclas y, más que nunca, a conocerme. 
Yo, me, mí, conmigo. A veces soy una terrible compañía y otras la única que me hace madurar. Diecinueve años y los ojos vidriosos, el pelo revuelto, poesía en los labios, grabadoras sin reproducir, libretas sin acabar y sin empezar, la fuerza en los abrazos, las manos incorrectas para tocar un saxofón, dramas a media noche, sonrisas a media tarde, ganas de sentir todo el día y ganas de querer...

...me para siempre.

sábado, 2 de enero de 2016

1 de enero

Llovía y yo lo oía desde mi habitación. Cerraba los ojos y me dejaba envolver por el sonido que las gotas producían al estrellarse contra el suelo de mi balcón, las ruedas de los coches abriéndose paso entre los charcos, a veces los tragos que ingerían los canalones. Al menos podía oírlo y respirarlo. Quería salir a la lluvia pero no lo hacía. Cualquier cosa fuera de mi habitación me parecía cruel y aterradora, escondía la cabeza bajo las mantas y meditaba una vez más sobre lo cansada que estaba de meditar siempre sobre lo mismo. Soledad podía ser una triste compañera, que alimentaba fantasmas y hacía regurgitar las penas, pero dejaba más espacio para mí: protagonista de mi vida, mi centro de atención. Podía respirar y respiraba tiempo; quería tranquilidad y tenía, irónicamente, más que nunca entre rebeliones internas y bullicios externos. Hay cosas que ya no cura ni un buen café. 
Sentía ganas de gritar algo, pero todo parecía dicho y todo parecía silencioso y en calma. Es lo que viene después de la tormenta, aunque yo siempre seré de lluvia. Del fondo solo podía subir y del frío solo podía esperar golpes. Buscaba nuevos lugares de escribir ensuciando las hojas a la par que limpiaba mi alma e intentaba perdonarme las cosas a base de leerlas de mi puño y letra. Repeticiones inconexas sobre lo que debería ser y lo que no, sin respiro al corazón más que para mantenerse en calma y solicitar nuevas costuras a agujas que quizá nunca llegarían a enhebrar. 
Y quién sino yo misma, como digo que hago siempre y como en realidad no hago nunca, va a tapar los agujeros por los que se escapan todos esos sentimientos que rebosan tras una noche de melancolía y errores en la que solo pude quejarme, como siempre hago, de que las cosas no son como yo quiero. 

Casi veinte años y las mismas rabietas.