Los años pasaron y fueron olvidándose aquellos horribles
días. Se acomodaron a la vida en su pueblo, sabiendo que jamás podrían salir.
Para las nuevas generaciones el encierro fue algo normal, e incluso le tenían
miedo a lo que podía haber más allá de la barrera. Ya no era una amenaza, era
una especie de protección. Por eso cuando Nora y Miguel se encontraron por
primera vez en su colina, buscando algo más allá de aquella barrera y huyendo
de su tradicional pueblo, supieron que estaban hechos el uno para el otro.
Pronto se instalaron en una pequeña casa, cerca del único río
que tenían, y que de forma incomprensible la barrera dejaba pasar. Era el mismo
que nacía en las montañas de Nora y llenaba el lago de Miguel. También los
animales entraban y salían. Eso representaba ciertas ventajas, pues a veces
algún animal que ellos no podían criar cruzaba, era cazado y eso permitía
alimentar a muchas familias y generalmente suponía una celebración. Pero
también, siempre por descuidos, muchos de sus animales se iban y no volvían,
haciéndoles así perder todas las ventajas que el animal traía. Las pieles eran
escasas, así como los huevos y la leche. Lo más abundante solía ser el cereal,
y ese año había sido su suplicio. La maternidad estaba controlada, y quien
tenía hijos sabía que se arriesgaba a no poder darles de comer algunos días y a
quizá no tener con que taparles en invierno. Era una vida difícil, pero no
conocían otra cosa. No podían conocer otra cosa.
Una tarde, subiendo a la colina como cualquier otro día,
Miguel alegó cierto malestar. Era habitual que la gente enfermase y que por
supuesto, dados sus escasos recursos, muriese si era algo grave. Pero Miguel
pocas veces caía enfermo y ni él ni Nora se alarmaron demasiado. A la mañana
siguiente no fue a trabajar. Ni a la siguiente. Ni las diez que le sucedieron.
Por primera vez su bello rostro se marchitaba a pesar de los cuidados y
ungüentos de toda la familia y de los vecinos. Algo desconocido ocupaba el
cuerpo de Miguel y nadie sabía cómo sacárselo. Para la gente del pueblo era
algo habitual y se tomaron la enfermedad de Miguel con tristeza pero con
resignación. Para Nora sin embargo, cada día que pasaba era una razón menos
para seguir en vida, pues él había sido la única cosa que la había salvado de
la amargura de aquel encierro en el que nació y se crió. Si él se iba, la tristeza
vendría para cobrarse todos los años que había estado ausente.
Finalmente, al decimoquinto día, Miguel falleció a la hora en
la que solían empezar a bajar de la colina. Se fue como el último rayo de sol
que se iba por el oeste y para Nora no volvería a salir el sol jamás.
Los primeros días fueron amargos y oscuros. Ella no paraba de
llorar. Lo más difícil fue ver como se llevaban el cuerpo inerte de Miguel,
sabiendo que jamás volvería a verlo. Pronto la tristeza se convirtió en rabia,
días en los que Nora solo gritaba y se enfadaba con sus hermanas. Subía casi
corriendo a la colina y ahí descargaba su rabia, lloraba y pataleaba. Pero no
tardó mucho en evolucionar a resignación, y otra vez a tristeza. Una tristeza
amarga y sórdida que ocupaba todos los rincones de la casa.
Las cosas cambiaron el día en que comenzaron los vómitos y
los mareos. Al principio se asustaron, quizá ella también había caído enferma.
Quizá la tristeza había arraigado tan fuerte en su corazón que se había
convertido en su billete al mundo de los muertos. Pero pronto el miedo se
convirtió en sorpresa: la vecina, la matrona del pueblo, confirmó que estaba
embarazada.
Más de tres meses de embarazo se manifestaron pronto en más
síntomas, en malestar, pero también en un cambio en al ambiente de la casa. Cuando
Nora asumió que lo que llevaba dentro no era sino lo que le quedaba del amor de
su vida, comenzó a pasar los días meditabunda, pero cuidando de sí misma.
Estaba más feliz, pero también más cansada, y pasaba gran parte del tiempo con
el padre de Miguel, sentados en la casa, en silencio. Todos cuidaban de ella y
ella quería cuidar de su bebé. Quería cuidarlo siempre. Y sabía que allí no
podía.