jueves, 26 de noviembre de 2015

Más allá de las montañas: Capítulo 3

Los años pasaron y fueron olvidándose aquellos horribles días. Se acomodaron a la vida en su pueblo, sabiendo que jamás podrían salir. Para las nuevas generaciones el encierro fue algo normal, e incluso le tenían miedo a lo que podía haber más allá de la barrera. Ya no era una amenaza, era una especie de protección. Por eso cuando Nora y Miguel se encontraron por primera vez en su colina, buscando algo más allá de aquella barrera y huyendo de su tradicional pueblo, supieron que estaban hechos el uno para el otro.

Pronto se instalaron en una pequeña casa, cerca del único río que tenían, y que de forma incomprensible la barrera dejaba pasar. Era el mismo que nacía en las montañas de Nora y llenaba el lago de Miguel. También los animales entraban y salían. Eso representaba ciertas ventajas, pues a veces algún animal que ellos no podían criar cruzaba, era cazado y eso permitía alimentar a muchas familias y generalmente suponía una celebración. Pero también, siempre por descuidos, muchos de sus animales se iban y no volvían, haciéndoles así perder todas las ventajas que el animal traía. Las pieles eran escasas, así como los huevos y la leche. Lo más abundante solía ser el cereal, y ese año había sido su suplicio. La maternidad estaba controlada, y quien tenía hijos sabía que se arriesgaba a no poder darles de comer algunos días y a quizá no tener con que taparles en invierno. Era una vida difícil, pero no conocían otra cosa. No podían conocer otra cosa.

Una tarde, subiendo a la colina como cualquier otro día, Miguel alegó cierto malestar. Era habitual que la gente enfermase y que por supuesto, dados sus escasos recursos, muriese si era algo grave. Pero Miguel pocas veces caía enfermo y ni él ni Nora se alarmaron demasiado. A la mañana siguiente no fue a trabajar. Ni a la siguiente. Ni las diez que le sucedieron. Por primera vez su bello rostro se marchitaba a pesar de los cuidados y ungüentos de toda la familia y de los vecinos. Algo desconocido ocupaba el cuerpo de Miguel y nadie sabía cómo sacárselo. Para la gente del pueblo era algo habitual y se tomaron la enfermedad de Miguel con tristeza pero con resignación. Para Nora sin embargo, cada día que pasaba era una razón menos para seguir en vida, pues él había sido la única cosa que la había salvado de la amargura de aquel encierro en el que nació y se crió. Si él se iba, la tristeza vendría para cobrarse todos los años que había estado ausente.

Finalmente, al decimoquinto día, Miguel falleció a la hora en la que solían empezar a bajar de la colina. Se fue como el último rayo de sol que se iba por el oeste y para Nora no volvería a salir el sol jamás.

Los primeros días fueron amargos y oscuros. Ella no paraba de llorar. Lo más difícil fue ver como se llevaban el cuerpo inerte de Miguel, sabiendo que jamás volvería a verlo. Pronto la tristeza se convirtió en rabia, días en los que Nora solo gritaba y se enfadaba con sus hermanas. Subía casi corriendo a la colina y ahí descargaba su rabia, lloraba y pataleaba. Pero no tardó mucho en evolucionar a resignación, y otra vez a tristeza. Una tristeza amarga y sórdida que ocupaba todos los rincones de la casa.

Las cosas cambiaron el día en que comenzaron los vómitos y los mareos. Al principio se asustaron, quizá ella también había caído enferma. Quizá la tristeza había arraigado tan fuerte en su corazón que se había convertido en su billete al mundo de los muertos. Pero pronto el miedo se convirtió en sorpresa: la vecina, la matrona del pueblo, confirmó que estaba embarazada.

Más de tres meses de embarazo se manifestaron pronto en más síntomas, en malestar, pero también en un cambio en al ambiente de la casa. Cuando Nora asumió que lo que llevaba dentro no era sino lo que le quedaba del amor de su vida, comenzó a pasar los días meditabunda, pero cuidando de sí misma. Estaba más feliz, pero también más cansada, y pasaba gran parte del tiempo con el padre de Miguel, sentados en la casa, en silencio. Todos cuidaban de ella y ella quería cuidar de su bebé. Quería cuidarlo siempre. Y sabía que allí no podía.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Más allá de las montañas: Capítulo 2

A falta de otras emociones, muchos años atrás los vecinos del pequeño pueblo habían decidido recoger sus enseres y partir hacia otras tierras donde empezar de nuevo, más cerca de otras poblaciones. Pero era un camino duro, pues con la idea de cruzar la cordillera para llegar al otro lado a pesar de no saber qué se encontrarían, se determinó que los más débiles debían quedarse para que los demás prosperaran. La mayoría de estos débiles, por supuesto, eran ancianos. Muchos aceptaron el cometido en silencio, mientras que otros dijeron que intentarían cruzar con los demás. Pero para la mayoría era imposible, eran tiempos difíciles e incluso los jóvenes se hallaban débiles. Una pequeña porción se rebeló contra la decisión, pero de poco sirvió. Cansados de aquel lugar, incluso muchos de sus familiares hicieron lo posible por mantenerlos encerrados o convencerlos de que era lo mejor para la comunidad. 

Solo una anciana, que a pesar de su buena apariencia padecía del corazón, permaneció en una esquina del ágora, oyendo las discusiones y viendo aquellos viles abandonos. Sostenía en las rodillas una cesta llena de setas que había estado recogiendo con la idea de partir con la multitud, pero que ahora sólo miraba con tristeza. Al poco rato esa tristeza se convirtió en aceptación, y después en rabia. Cuando no pudo contenerla más se levantó. Para sorpresa de todos se situó en mitad de la reunión, con los puños fuertemente cerrados y con los ojos cerrados y empezó a susurrar unas palabras. Eran completamente inteligibles para los presentes y despertaron murmullos y algunas risas. Pensaban que había perdido la cabeza o que quería llamar la atención. Pero pronto los susurros se convirtieron en palabras en voz alta, y en gritos. Gritos potentes y que parecían provenir del interior de aquella mujer. Un revuelo general invadió la plaza y de pronto la anciana puso fin a su espectáculo. Abrió los ojos. Una carcajada general hizo que mirara a todo el mundo con más rabia aún de la que sentía. Los niños miraban extrañados y los ancianos, con cierta incomprensión.

-¿Qué pretendías, vieja? – Dijo uno de los hombres jóvenes - ¿Invocar al demonio? – Y las risas volvieron a generalizarse.

La anciana recogió su cesta y volvió a paso acelerado a su casa, donde se encerró. Los privilegiados emprendieron la marcha, dejando atrás a todo aquello que parecía pesarles más de lo debido. Pero a cinco kilómetros de la última casa, donde solían llegar con el ganado, pues más para allá solo había oscuro bosque, algo les impidió irse. Lo primero que pensaron es que era un cristal, pero fue imposible romperlo. Tampoco se podía escalar. No se veía. Aquella cosa transparente era más fuerte que sus armas y sus brazos, y rodeaba el pueblo. Así lo supieron porque así lo comprobaron, algo que les llevó el resto del día y que iba enfureciéndoles a medida que se daban cuenta de que sus planes no tenían futuro alguno, pero aún más por saber que aquellas palabras que habían suscitado en ellos incertidumbre y simple humor, habían sido su llave al calabozo, al encierro, a un corral que ellos mismos habían conseguido hacerse por su falta de humanidad.

Llenos de ira y rencor, corrieron a la casa de la anciana bruja, que se encontraba aislada de los demás. Comenzaban a entender por qué en ese momento y acabaron de entenderlo al entrar en su morada, tras un forcejeo y algunos golpes en la puerta a los que nadie respondía. De un lado a otro de la planta baja, desordenados, rotos y llenos de extraños mejunjes, se extendían cientos de botes y cuencos, de cazuelas y papeles viejos con extraños símbolos. Tras superar la primera impresión, subieron a la primera planta: buscaban a la anciana, debía deshacer lo que había hecho, pues les llevaría a la ruina y a la muerte tarde o temprano. Pero la sorpresa fue mayor que la primera al encontrarse un cuerpo inerte y blanquecino, en mitad de la escalera y tirado como un trapo viejo. Tenía la mano derecha en el corazón y un gesto de dolor en la cara que no tardó mucho explicar que había sufrido un infarto por la emoción de los hechos. De poco servía ya reprochar o pedir algo a quien no se hallaba entre los vivos.

Pero su ira era mayor que su pena. Salieron de la casa dispuestos a preguntar a cada anciano, a cada persona que habían dejado allí abandonada. La mayoría estaban donde los habían dejado: en los bancos y aceras del centro del pueblo. Nadie sabía nada. Nadie pudo hacer nada. Los más jóvenes empezaron a creer que todos los ancianos eran como las brujas y los enfrentamientos se daban a cada momento. Nadie supo descifrar los libros y hojas de la bruja y nadie se atrevió a mover su frío y cada vez más putrefacto cuerpo de la escalera. Tras días de desesperación, tirando de las supersticiones y del desconcierto, decidieron que quizá la única forma de acabar con aquella situación era acabar con los ancianos y con la magia. Era más sencillo hacerlo todo junto, por lo que metieron a todos los ancianos en la casa de la bruja y sin ningún remordimiento, prendieron fuego.


Pero eso no acabó con la barrera, sino que la fortaleció. Y así quedaron atrapados, mirándose por el rabillo del ojo y murmurando a las espaldas. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

Más allá de las montañas: Capítulo 1

Esta leyenda, sin ningún tipo de moraleja, empieza con la historia de un hombre y una mujer que subían todos los días al acabar la jornada a lo alto de una colina, la cual estaba cubierta de la hierba más verde que jamás había crecido y poseía las vistas más bonitas del pueblo donde vivían, y de mucho más allá. Desde esa colina el pueblo quedaba pequeño, y quizá por eso quedaba precioso, pues se veía el horizonte, un horizonte que a ellos les parecía inmenso y misterioso. Lo que a ella, a nuestra alegre Nora, más le gustaban eran las montañas que se atisbaban al fondo, altas como el mismo cielo, siempre cubiertas de nieve. Si tenían un pico, jamás lo habían visto, pues la niebla siempre cubría la cima y acentuaba ese aspecto misterioso que tanto ansiaban ver cuando subían a su colina. Nora era una mujer que destacaba por su carácter y a la vez por su gran amabilidad, sin olvidar la belleza de su claro cabello y de sus finas facciones. Mientras que a él, nuestro apuesto Miguel, alguien que a su vez era serio pero trabajador y humilde,  lo que más le gustaba era un lejano lago, con forma de cántaro ovalado y dos bahías que formaban la boca de su imaginario cántaro de agua. Se imaginaba en su orilla, disfrutando del leve movimiento que provocaba el agua del río procedente de las montañas que tanto amaba platónicamente su mujer.

Allí veían acabar el día en silencio, agarrados de la mano, sabiendo que era el mayor momento de paz que iban a vivir jamás, pues el resto del tiempo todo era ajetreo y trabajo, todo eran voces y ruidos. Así que cuando la última luz se despedía en el oeste, se levantaban de la hierba y emprendían el descenso hacia su casa, la cual era la viva imagen de aquella falta de armonía que ellos tanto ansiaban. Con las últimas cosechas, las peores en décadas por culpa de las plagas, la pobreza se había agudizado y había llevado al viudo padre de él y a las dos hermanas solteras de ella a instalarse con el matrimonio. El padre ponía el grito en el cielo cuando algo no era como supuestamente debía, mientras que las hermanas requerían atención una y otra vez, al no entender la dinámica de la casa del matrimonio y querer ir a los eventos que la comunidad celebraba, tratasen de lo que tratasen. Tras años de insistencia por buscarse un oficio o un marido, o ambas, por parte de sus padres, las hermanas habían ido aprendiendo a valerse por sí mismas cuando cavaron la tumba de su madre justo al lado de la de su padre y la última rosa de la dependencia cayó para ellas.


Los días amanecían teñidos de paciencia y las noches se cernían del color del agotamiento. Nora y Miguel notaban como su matrimonio discurría entre duros trabajos con los que mantener a sus familias y la frustración de ver como no podían formar una nueva, pues aparte de aquellas montañas y lagos, lo que a la par ansiaban era tener un hijo que heredara el impactante atractivo de él y el implacable carácter de ella. Un hijo que buscara otro destino que aquel al que todos parecían estar atados cuando nacían en ese lugar: la imposibilidad de ir a otro lado. Y esta no era una imposibilidad moral o legal o acaso económica. Era una imposibilidad física.