lunes, 24 de junio de 2013

Otro inútil despertar.

Me desperté y supe desde el primer segundo que no iba a poder volver a conciliar el sueño. Un cúmulo de sensaciones y sentimientos me recorrieron el cuerpo y me revolví intentando desatarme de todo lo que llevaba arrastrando y evitando hasta aquella fría mañana de junio en que mi mente se paró y decidió no buscar explicaciones a aquello que me carcomía poco a poco por dentro. Decidió no continuar consolándose a si misma, decidió estallar en mil pedazos. Manchar mi alma, mi cara, encharcar mis ojos hasta la tormenta. 
Sonó solo para mi algo que me ayudó a ahogarme entre las sábanas y la tenue luz de las primeras horas de aquel día sin nubes. Reparé en que no podía expresar todo aquello si no en silencio y por un segundo no importó. No suele importar hacer lo que siempre se hace. Las costumbres ya no duelen. Pero no quise ver llover en silencio, así que hice lo único que sentí que podía hacer. Correr. 
Salí corriendo a un lugar que parecía llamarme, que parecía ser aquello que sana lo que ni un Place de la République ni un abrazo de comprensión podían sanar. Corrí sin importar cuánto, pero si sabiendo a dónde. Corrí hasta llegar a esa arena irregular que se te mete entre los dedos de los pies, que no te deja avanzar si no lentamente y rompiendo el equilibrio de la naturaleza. 
Me dejé llevar por la brisa y la luz de una mañana que casi amanecía. Dejó de llover y solo se oía el rumor del agua, el rugir del mar. Solo sentía la soledad, más acompañada que nunca. Solo se veía la eternidad, la profundidad, la infinitud y la belleza de aquello que lo salva todo, que lo cura todo.

Desde heridas hasta corazones rotos.