lunes, 1 de abril de 2013

Extraños en el metro.

Entré, como hago todos los días desde que mi edad me lo permitió, andando sola al metro que quedaba a apenas dos calles de mi casa. Lunes, siete de la mañana. Un ambiente de ciudad como cualquier otro. Bajé con desdén las escaleras, dejando a mi paso varias personas que por lo visto no tenían ni la mitad de prisa. Oí una música de esas que apenas te permites cuatro o cinco segundos para mirar quien la toca y pasé esas horribles puertas que nunca sabes si se te abrirán o no. Sin mirar a nadie, ni si quiera al hombre de seguridad que te vigila mientras pasas el ticket por la máquina y entré en el andén, dejando atrás toda luz solar hasta dentro de una media hora.
Entré en el tren, que justo llegaba al andén y me metí buscando con la mirada un asiento libre. No había, por supuesto. Demasiadas personas con cara de cansancio. Agarrada a una barra, empecé a observar a cada una de ellas como modo de entretenimiento.
A mi derecha, a apenas medio metro, otro estudiante de no más de veinte años de edad, joven, alto y que iba escuchando una música que creo que alcanzaba a oír por el silencio del vagón. Enfrente, un hombre con traje y esos maletines que crees que solo aparecen en las películas de gente ocupada o atracos y que nunca llegarás a tener ni a necesitar. Se le perdía la mirada de uno de esos móviles de última generación que si quisieras te podrían hacer la cena cada noche. Tenía cara de estar harto de esa vida de formalismos y oficinas. A su izquierda una mujer con una larga falda (que jamás me habría puesto) y un precioso pelo enganchado meticulosamente en varias horquillas de color azul. Creo que era la única persona del vagón a la que no le importaba madrugar ese día. Sentado al lado derecho del hombre de traje, una anciana que iba abrigada hasta la nariz, y protegía el bolso como si le fuera la vida en ello. Estaba cansada, pero con ese ojo avizor que todos mantenemos en el metro. A su lado una mujer, bien vestida. Falda, tacones altos, una camisa. Un moño de esos que tu no tendrías tiempo ni ganas para hacerte a las seis de la mañana. Manejaba, como el hombre de traje, un móvil y apuntaba cosas en una especie de libreta azul apoyada en un bolso enorme color marrón. Me recordó a esa mujer que parece que todas tenemos que ser. Femenina, trabajadora, responsable. Me pregunté si era eso lo que quería para mi en un futuro.
Vi entonces, unos asientos más para allá, una chica joven. No superaría los diecisiete o dieciocho años. Hubiera sido una chica cualquiera, con el pelo negro azabache y los ojos verdes, un pantalón vaquero cualquiera y un abrigo color crema. No habría reparado en ella de no ser porque en sus brazos portaba cuidadosamente un niño, un bebé tapado con una gruesa manta que dormitaba y porque los ojos de ella estaban encharcados en lágrimas. En seguida sentí que se me encogía el corazón. Uno de esos momentos donde sabes que alguien lo pasa mal, pero no eres nada ni nadie para ayudarle, ni abrazarle y preguntarle porque ensucia su cara con dolor. Acunaba de forma nerviosa al pequeño, que por mi experiencia como hermana mayor no tendría más de seis meses. Nadie reparaba en ellos, apenas. Alguna vista caía sobre la muchacha que a medida que pasaban las estaciones y los minutos iba pudiendo retener las lágrimas, pero yo sentía que algo malo seguía sucediendo. 
Comencé a imaginar mil cosas: padres que la echaron de casa, un novio que no les quería, una pelea... pero algo me decía que si lo había pasado mal había sido todo por mantener a esa criatura que cuidaba y protegía como a su vida. Pensé en cuantas cosas habría tenido que pasar, en si el niño sería suyo, en si de verdad tenía la edad que aparentaba. Me sentí insignificante, sentí que mis problemas se reducían al tamaño de una hormiga y que mi vida era tan sencilla que cualquiera podría con todos los problemas que yo tenía diariamente, que en ese momento dejaron de ser problemas para pasar a ser pasatiempos.
No tuve tiempo de imaginar más, ni de hacer más hipótesis, de pensar si ayudaba o no a esa joven que lloraba en el metro. Llegué a mi parada y salí con ganas de llorar, pasándome la vida por delante de los ojos y andando hacia lo que quizá era más simple, pero era mi vida. 
Seguramente no volvería a cruzarme con muchas de esas personas jamás, o quizá cuando las volviera a ver ver no me acordaría de ellas. Quizá ninguna de ellas se percató de mi presencia. 
¿Y que será de la joven madre? Creo que nunca lo sabré.