sábado, 21 de diciembre de 2013

Reflejos.

Era una de esas noches que no tienen nada de especial. Una fina capa de nubes cubría el cielo por partes, dejando entrever algunas estrellas en las zonas donde la luz no estaba presente. Hacia ese frío seco con el que me había criado, el que dura desde finales de septiembre hasta abril. Me dirigía a paso apresurado por la acera de la carretera principal, por la que apenas pasan coches ni personas, por las que paseas solo con el frío la mayor parte de las veces.
Estaba emocionada y tenía preocupaciones absurdas y primermudistas: si me pelo había hecho de las suyas o estaba presentable, si esa canción que sonaba se estaba repitiendo, que debía hacer al llegar a donde me dirigía... Pensaba en todo y en nada; un nudo en un estómago lleno de ilusiones. 
Una sombra que al principio me fue indiferente avanzaba por la misma acera que yo, en dirección contraria. A medida que se acercaba vi que era un hombre mayor, un ancianito que en cualquier otra ocasión no me habría llamado la atención. Al fin y al cabo, es lo único que hay por donde vivo: ancianos. Íbamos a chocarnos y en un primer momento me acerqué más a la carretera. Pero el señor comenzó a acercarse también hacia la carretera; volvíamos a estar en un punto donde íbamos a chocarnos. 
Cinco segundos. Un autobús dobló la curva y se dirigía inevitablemente hacia nosotros a bastante velocidad. El señor había bajado de la acera y, aunque ya no nos chocábamos, el cada vez estaba más cerca de la línea blanca que delimita el carril. No había nadie más y cuando estábamos a menos de un metro, sentí tanto miedo que pensé que iba a presenciar algo terrible. Tenía la mirada perdida. Habría jurado segundos después que iba ebrio. Sonreía y apenas se daba cuenta de que si seguía andando, un autobús se lo llevaría por delante. Un gesto de acercarlo a la acera salió de mí, un amago de tirar de él, de apartarle de una posible muerte. El hombre me miró extrañado pero sonriente. Fui una cobarde, ni si quiera le toqué. El autobús pasó casi rozando al hombre y yo me quedé paralizada. Seguí andando lentamente. Miré al hombre varias veces hacia atrás, que seguía andado al lado de la maldita línea blanca. 
Estaba más cerca de mi destino, pero se me olvidó como llevaba el pelo. Se me olvidó que tenía frío y mi mente, pesimista y trágica, pensó en que habría pasado si el autobús hubiese atropellado al hombre. En si hubiese sido capaz de apartarlo si hubiese visto que eso real e inevitablemente iba a pasar. Cómo habría reaccionado si lo peor hubiese pasado. La gran diferencia que hay entre dar un paso o no darlo, lo que puede cambiar la vida en unos segundos y, sobretodo, lo cobarde e insignificante que me sentía en aquel momento. ¿Y si yo no hubiese estado? ¿Y si el hombre hubiese cruzado la línea blanca?
Llegué a mi destino. Demasiado pronto. Me senté y puse la mirada en lo que esperaba que llegase. 
Aquella tarde disfruté un poco más que si ese encuentro casual no me hubiese sucedido. Disfruté de cada palabra, de cada gesto, de cada abrazo, de cada silencio. Respiré hondo y medité sobre (aunque suene profundo y absurdo) lo endeble y lo efímera que puede ser la vida. Yo seguía allí, después de haberme acercado a la muerte ignoro cuántas veces a lo largo de mi vida. 
Y pensaréis: "¿Y por qué piensas en eso? Déjalo estar." 
Porque a veces, no te apetece esperar a que la vida se acabe para vivirla. A veces disfrutas de esas tardes que pensabas que serían como esperabas hasta que alguien se cruza en tu camino. Y entonces son mejores.

martes, 3 de diciembre de 2013

Como un árbol de hoja caduca.

Faltaron años de experiencia para escribir, cuando todo empezó, una metáfora lo suficientemente correcta como para expresar una vida que parecía predestinada a la repetición y a los inviernos malditos. Pero el tiempo pasa y yo recuerdo las cosas como si pasaran ayer, pero como si fuesen eternas. Eternas y capaces de hacer aflorar sentimientos que hasta que vuelven a surgir, parecían enterrados bajo experiencias de cielos despejados y noches de calle y compás. 
Entonces todo se repite, como la última vez que el frío aparcó en mi ventana durante meses, aparcando también en mi vida, llenándola de incertidumbre y caminos nevados que me hacían tropezar. Nada que ver con esas mañanas de calor y luz, que llegaban hasta el último rincón y recoveco de mi habitación, de mi cama, de mi mente, de mi vida. Que lo alumbraban las cosas que pasaban y las hacía bonitas y estables. En otoño mi balcón se revoluciona. Caen hojas secas, llueve suave pero avisa de tormenta, y después sale el sol. Radiante, esperanzador. Alterando los días y haciéndolos imprevisibles y revolucionando mi mente hasta la desesperación que es la incertidumbre constante y absurda. 
Y en diciembre nada alumbra, todo se cubre de ese manto gris que de vez en cuando deja caer sus lágrimas, se retuerce sobre sí y el sol busca un hueco entre la niebla, el frío, la soledad. Pero hiela un día tras otro, hiela hasta que en marzo o abril florece todo. O lo intenta.
A veces nieva en primavera. 

lunes, 25 de noviembre de 2013

Vivir es no saber cómo hacerlo bien.

No nos gusta estar perdidos. No nos gusta estar en medio de un camino que se divide en dos, en tres, en miles de opciones a elegir. No crees que nadie pueda aclararte las ideas, no crees que nadie pueda rebuscar lo suficiente en tu enmarañada cabeza y sacar lo que de verdad, dentro de ti, quieres. Quizá ni rebuscando se sepa. Quizá necesites andar y probar. Tomar un camino sabiendo que quizá nunca más puedas volver atrás. Al final, como la razón no esta casi nunca de tu parte, decides hacer cosas absurdas y creer en supersticiones que jamás pensaste que usarías. Que tiras la moneda al aire y esperas descubrir que esconde tu mente, aunque no tu razón. Tienes miedo, como siempre. Niña estúpida, caprichosa e indecisa. Esperas que todo salga tan bien en tu vida que te quedas atrás, que no decides, que no actúas. Que intentaste educarte tanto en el pensamiento y en lo razonable que ahora solo sabes pensar. Que quizá te estas olvidando de vivir. 
Así que tira la moneda y levántate alguna mañana sin saber que quieres, pero sin miedo a decidirlo.
Que si hay que deshacer el camino, se vuelve corriendo las veces que haga falta.

lunes, 21 de octubre de 2013

Crecer.

¿No te sientes un niño aún? Entras en un ascensor de desconocidos y todo el mundo mira hacia abajo. Menos los niños; ellos alzan la vista y observan a su alrededor. Nadie les dirá nada, son niños. Comiéndoselo todo a su paso con la mirada, sacando conclusiones descabelladas y fantasiosas de la vida que van desapareciendo con la edad. ¿Y por qué? Yo no quiero que desaparezcan. Quiero seguir observándolo todo, quedándome no solo con lo importante, si no también con los detalles. Detalles de momentos que solo vivirás una vez. Poder describir cada cosa que veo y vi, que sentí, que pensé, que oí. 
Perfectos idiotas los que dejaron que el tiempo pasara también en sus mentes. Los que entraron aquel ascensor, bajaron la mirada, y no encontraron más que sus pies y su vida. 

viernes, 11 de octubre de 2013

Y no hacer las cosas sin ningún motivo.

Te apetece desahogarte porque, por mucho que lo intentas, nunca parece suficiente. Nunca es suficiente que tengas que dedicarle el mismo tiempo a los demás que a ti mismo. Nunca es suficiente intentar estar ahí donde te reclaman, cuando te reclaman, como te reclaman. Quieren más. Y a ti no te importa. No te importa quitarte tiempo o energía y dárselo a otro. Para eso es el tiempo al fin y al cabo, para gastarlo. Para usarlo una sola vez y nunca más. Y usarlo bien, a ser posible.
Pero te cansas de hacer las cosas por hacerlas, por complacer a los demás, porque crees que así recibirás algo. Y a veces ni tiempo, ni afecto, ni valoración, ni todas esas cosas que le llenan a uno la vida. Piensas en si estás perdiendo el tiempo, lo dejas todo tirado, escupes a lo hecho, aunque no se pueda ni tocar. Intentas darte razones para hacer algo que será criticado, rechazado o ni si quiera tenido en cuenta. 
Pero coges el lápiz, el corazón y el tiempo una vez más, te agarras fuerte a la vida y piensas que quizá deberías aprender a no hacer las cosas sin ningún motivo. 

jueves, 26 de septiembre de 2013

Inciso.

En lo más oscuro de mis secretos, berreo como una niña enfadada y rabiosa. Una rabieta sin fundamento y con inútiles ganas de amainar. Corre la vida y, como siempre, no espera. No me da tiempo a pensar en todo lo que hago mal, en todos los perjuicios que me hacen peor persona, que me asustan y me encierran en mí y en mi conciencia, que mortifica y aparece siempre en un intento de hacerme mejorar. A veces prefiero quedarme ahí y el tiempo pasa entre notas y pensamientos que calman esos estúpidos días de soledad y silencio en que todo me enfada, me disgusta, en que nadie me escucha y todo sale mal. 
No debería pensar esto, o aquello. Debería ser tal, o cual. Y cuando debería y no lo soy, no lo estoy, o no lo hago, prefiero quedarme quieta y esperar a que mi conciencia calme, a que mi madurez aparezca, a que los días me enseñen, a que el tiempo me moldee. Y cuando suelto las riendas y soy lo que no me gustaría ser otra vez, o las cosas son como nunca quise que fuesen, me miro. Por dentro, por fuera. Lo peor de mi quiere salir, me desgarro un poquito y, en un intento de coger el ritmo que lleva la vida, acaban días como este.

Nunca es demasiado tarde para mejorar. Y nunca es demasiado tarde para calmar a esa niña enfadada.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Nueve.

Quería escribir algo en agosto. Antes de que, aparte del frío, uno de los indicios de que esto se acaba llegase. Pero septiembre saluda y ya no hay vuelta atrás.
Un torrente de imagenes cruzan mi cabeza e intento mirar el lado bueno de las cosas, como siempre. Pienso en todo lo que me queda por hacer este mes, y el que viene, y dentro de un año. Creo que la gracia de la juventud es que las cosas cambian mucho en muy poco tiempo.
Quizá si los adultos viviesen de la misma manera se golpearían igual que nosotros, a pesar de la experiencia. No se porque nos empeñamos en que las cosas perduren cuanto más mayores somos, ¿será la madurez o el miedo a arriesgar? Las cosas que valen la pena nunca fueron fáciles.
Contra todo pronóstico, el Sol brilla y el calor azota mi ventana y me llama, pero yo no me quiero levantar. No porque quiera que siempre sea verano, sino porque el invierno nunca cura las heridas.
Aunque (llamadme loca) echo de menos el edredón y los gorros de invierno.

sábado, 10 de agosto de 2013

En apenas diez segundos.

Hoy me he despertado entre algún que otro recuerdo, alterada, feliz y confundida. No me ha costado mucho recordar lo que habia creído que había pasado esa noche, pero sí algo más de esfuerzo comprobar que solo había sido un sueño. El subconsciente, jugando malas pasadas las únicas horas del día que creía estar a salvo de tu indiferencia.
Antes soñaba que te tenía, ahora que me preguntas cada mañana con qué he soñado.
Siempre sueño con lo que no tengo.

lunes, 24 de junio de 2013

Otro inútil despertar.

Me desperté y supe desde el primer segundo que no iba a poder volver a conciliar el sueño. Un cúmulo de sensaciones y sentimientos me recorrieron el cuerpo y me revolví intentando desatarme de todo lo que llevaba arrastrando y evitando hasta aquella fría mañana de junio en que mi mente se paró y decidió no buscar explicaciones a aquello que me carcomía poco a poco por dentro. Decidió no continuar consolándose a si misma, decidió estallar en mil pedazos. Manchar mi alma, mi cara, encharcar mis ojos hasta la tormenta. 
Sonó solo para mi algo que me ayudó a ahogarme entre las sábanas y la tenue luz de las primeras horas de aquel día sin nubes. Reparé en que no podía expresar todo aquello si no en silencio y por un segundo no importó. No suele importar hacer lo que siempre se hace. Las costumbres ya no duelen. Pero no quise ver llover en silencio, así que hice lo único que sentí que podía hacer. Correr. 
Salí corriendo a un lugar que parecía llamarme, que parecía ser aquello que sana lo que ni un Place de la République ni un abrazo de comprensión podían sanar. Corrí sin importar cuánto, pero si sabiendo a dónde. Corrí hasta llegar a esa arena irregular que se te mete entre los dedos de los pies, que no te deja avanzar si no lentamente y rompiendo el equilibrio de la naturaleza. 
Me dejé llevar por la brisa y la luz de una mañana que casi amanecía. Dejó de llover y solo se oía el rumor del agua, el rugir del mar. Solo sentía la soledad, más acompañada que nunca. Solo se veía la eternidad, la profundidad, la infinitud y la belleza de aquello que lo salva todo, que lo cura todo.

Desde heridas hasta corazones rotos.


jueves, 2 de mayo de 2013

Las cosas decisivas siempre se piensan los domingos.

Seamos cobardes. Seamos eso que nunca quisimos ser, dependientes de algo, dependientes de alguien. Esa dependencia horrible que te da la vida a la vez que te la quita. Que es capaz de llevarse todo y más en un momento, en un suspiro, en un adiós donde hay cientos de palabras que no se pueden decir, que no se deben decir.
Seamos esa rebeldía que perderemos cuando las locuras sean locuras de verdad, y no simples actos impulsivos e imprudentes. Seamos imprudentes. Lancémonos a ese horrible mar al que le tenemos miedo. En el que o ahogamos las penas, o nos ahogamos. 
Seamos la rabia que desprende la impotencia de no poder controlar lo que pasa, de no poder controlarse a uno mismo, de no poder entender al mundo. Rabia que solo sale cuando estás en soledad y te ataca hasta que no piensas en nada, hasta que no tienes nada en que pensar, hasta que solo te puedes dejar llevar por el tiempo y la vida. 
Seamos las palabras, los reproches, los 'no entiendo por qué'. Los abrazos, las dudas, las ganas, las risas, los 'y si', la necesidad, la comprensión, el apoyo, la inercia que nos lleva sin posibilidad de control. Seamos los silencios breves y los largos, los necesarios, seamos el silencio que dejamos de por medio. Los sueños, los recuerdos, un indeseado olvido. Las verdades, las noches en vela, la falta de valentía y las miradas de adiós. 

Esa felicidad que parece inalcanzable.

lunes, 1 de abril de 2013

Extraños en el metro.

Entré, como hago todos los días desde que mi edad me lo permitió, andando sola al metro que quedaba a apenas dos calles de mi casa. Lunes, siete de la mañana. Un ambiente de ciudad como cualquier otro. Bajé con desdén las escaleras, dejando a mi paso varias personas que por lo visto no tenían ni la mitad de prisa. Oí una música de esas que apenas te permites cuatro o cinco segundos para mirar quien la toca y pasé esas horribles puertas que nunca sabes si se te abrirán o no. Sin mirar a nadie, ni si quiera al hombre de seguridad que te vigila mientras pasas el ticket por la máquina y entré en el andén, dejando atrás toda luz solar hasta dentro de una media hora.
Entré en el tren, que justo llegaba al andén y me metí buscando con la mirada un asiento libre. No había, por supuesto. Demasiadas personas con cara de cansancio. Agarrada a una barra, empecé a observar a cada una de ellas como modo de entretenimiento.
A mi derecha, a apenas medio metro, otro estudiante de no más de veinte años de edad, joven, alto y que iba escuchando una música que creo que alcanzaba a oír por el silencio del vagón. Enfrente, un hombre con traje y esos maletines que crees que solo aparecen en las películas de gente ocupada o atracos y que nunca llegarás a tener ni a necesitar. Se le perdía la mirada de uno de esos móviles de última generación que si quisieras te podrían hacer la cena cada noche. Tenía cara de estar harto de esa vida de formalismos y oficinas. A su izquierda una mujer con una larga falda (que jamás me habría puesto) y un precioso pelo enganchado meticulosamente en varias horquillas de color azul. Creo que era la única persona del vagón a la que no le importaba madrugar ese día. Sentado al lado derecho del hombre de traje, una anciana que iba abrigada hasta la nariz, y protegía el bolso como si le fuera la vida en ello. Estaba cansada, pero con ese ojo avizor que todos mantenemos en el metro. A su lado una mujer, bien vestida. Falda, tacones altos, una camisa. Un moño de esos que tu no tendrías tiempo ni ganas para hacerte a las seis de la mañana. Manejaba, como el hombre de traje, un móvil y apuntaba cosas en una especie de libreta azul apoyada en un bolso enorme color marrón. Me recordó a esa mujer que parece que todas tenemos que ser. Femenina, trabajadora, responsable. Me pregunté si era eso lo que quería para mi en un futuro.
Vi entonces, unos asientos más para allá, una chica joven. No superaría los diecisiete o dieciocho años. Hubiera sido una chica cualquiera, con el pelo negro azabache y los ojos verdes, un pantalón vaquero cualquiera y un abrigo color crema. No habría reparado en ella de no ser porque en sus brazos portaba cuidadosamente un niño, un bebé tapado con una gruesa manta que dormitaba y porque los ojos de ella estaban encharcados en lágrimas. En seguida sentí que se me encogía el corazón. Uno de esos momentos donde sabes que alguien lo pasa mal, pero no eres nada ni nadie para ayudarle, ni abrazarle y preguntarle porque ensucia su cara con dolor. Acunaba de forma nerviosa al pequeño, que por mi experiencia como hermana mayor no tendría más de seis meses. Nadie reparaba en ellos, apenas. Alguna vista caía sobre la muchacha que a medida que pasaban las estaciones y los minutos iba pudiendo retener las lágrimas, pero yo sentía que algo malo seguía sucediendo. 
Comencé a imaginar mil cosas: padres que la echaron de casa, un novio que no les quería, una pelea... pero algo me decía que si lo había pasado mal había sido todo por mantener a esa criatura que cuidaba y protegía como a su vida. Pensé en cuantas cosas habría tenido que pasar, en si el niño sería suyo, en si de verdad tenía la edad que aparentaba. Me sentí insignificante, sentí que mis problemas se reducían al tamaño de una hormiga y que mi vida era tan sencilla que cualquiera podría con todos los problemas que yo tenía diariamente, que en ese momento dejaron de ser problemas para pasar a ser pasatiempos.
No tuve tiempo de imaginar más, ni de hacer más hipótesis, de pensar si ayudaba o no a esa joven que lloraba en el metro. Llegué a mi parada y salí con ganas de llorar, pasándome la vida por delante de los ojos y andando hacia lo que quizá era más simple, pero era mi vida. 
Seguramente no volvería a cruzarme con muchas de esas personas jamás, o quizá cuando las volviera a ver ver no me acordaría de ellas. Quizá ninguna de ellas se percató de mi presencia. 
¿Y que será de la joven madre? Creo que nunca lo sabré. 

miércoles, 13 de marzo de 2013

Un gran paso para la humanidad.

Cierra los ojos. Ciérralos de forma que no puedas ver nada. Que no puedas ver si es blanco o negro. Si es alto o bajo. Si es guapo o feo. Si es hombre o mujer. No puedes ver si aparenta veinte o si aparenta treinta y seis. No puedes ver como viste, como se peina, como te mira. Ni si sus ojos son pardos o azules. 
Piensas que te han quitado algo, que estás limitado, que estás en desventaja. Que no eres capaz de conocer nada ni nadie sin juzgarlo a primera vista. No eres capaz de comprender que es diferente, que piensa diferente, que cree en cosas diferentes. No puedes entender como tiene costumbres diferentes a las tuyas, como habla en un idioma que no es el tuyo o que le gusten cosas diferentes a ti.
Date un momento para asimilarlo. No abras los ojos y escúchale hablar. Escucha como tiene valores, igual que tú. Como tiene miedos, alegrías, penas, cosas que le hacen realmente feliz, cosas por las que luchar, cosas que defender. Tiene personas que le importan y que no. Tiene sentimientos, igual que tu. Siente amor hacia cosas, seres o personas. Tiene una vida que vivir.
Más allá de lo que ves, de lo que tus ojos son capaces de enseñarte hay cosas que solo lograrás ver haciendo una cosa. Simple, sencilla:

Cierra los ojos, abre la mente.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Desequilibrio.

Una sucesión de imágenes e ideas. Rápidas, revueltas. Aparentemente sin un tema determinado pero que forman eso que comúnmente llamamos recuerdos. Las miles de sensaciones que provoca un solo acto o pensamiento. Ese palpitar nervioso de las manos y la mirada perdida en ningún donde. Un suspiro, lento, que mata toda alegría en un segundo, deja el sabor amargo del pasado deslizarse por tu bienestar emocional, equilibrado a pulso y con cuidado, como un cristal frágil y único en el mundo.
Varios segundos para intentar poner en orden ese caos que un a vez más nubla la vista, torna a negro las ideas y pregunta una y otra vez un por qué que nunca tiene respuesta, un cómo que nunca encuentra su inicio ni su final. Segundos que parecen eternos, que todo se emborrona y nada parece adecuado para afrontar que todo eso haya salido de su caja, con su  correspondiente etiqueta. Pasado
Los latidos vuelven a sonar y hacen eco, intentando imponerse ante el desorden. La desesperación recorre todos los nervios del cuerpo y se pierde en un intento de cerrar la caja, de guardarlo todo dentro, de intentar asegurarse que nada vuelve a salir, que todo permanece donde debería. Momentos en los que afrontas todo aquello que ha salido. Y puedes bajar la cabeza, y dejar que te envuelvan con su perfume de 'otros tiempos' o declararle la guerra a tu propia mente, jugártela a volverte loco o a ser capaz de controlar todo pensamiento que vague por tu mente eternamente. 

Permanecer en la fina línea que separa la cordura de la locura un día más.

lunes, 11 de febrero de 2013

Asúmelo, admítelo.

Asume que el cielo no tiene color, que el agua es transparente y que la de los ríos no tiene azúcar por ser dulce.
Admite que la sociedad es mala, que tu formas parte de esas sociedad, que tienes defectos, que el blanco y el negro no son colores, que la oscuridad no existe, que el silencio es inventado y que te haces el loco cuando te dicen que mueren miles de personas como tú y como yo cada día en el mundo.
Asume de una vez que tienes que crecer, que los errores no se rectifican, que copiaste en el último examen, que la homosexualidad es natural.
Admite que te gustaría ser rico a costa de otros, que lo quieres todo, que no tienes ordenadas las ideas, que le tienes envidia a la persona con la que siempre te metes, que eres vago porque quieres, que echas de menos a tus padres cuando no están, que tu primera mascota fue la mejor, que un móvil nuevo no te haría feliz.
Admite que necesitas a alguien que te quiera, que te haces el interesante delante de los demás, que te gusta fardar de lo que tienes y de lo que no, que sabes hacer más de una cosa bien, que hablas solo, que bailas cuando no hay nadie, que lloras en silencio para no molestar pero te gustaría que alguien te viera y te hiciera caso, que quieres salir en la televisión, que como la comida de una madre no hay ninguna.

Asume que nadie puede decidir por ti.

Made in MenorViejas

sábado, 9 de febrero de 2013

Un borrón.

No se si tengo ganas de morirme o de encarrilar mi vida de una vez por todas. Algo va mal si te paras a pensar, ¿qué haces con tu vida?, si no sabes por donde ir. Solo hablo de caminos, y de vivir sin preocuparme y la verdad, es lo que quiero. Pero cuando te equivocas es duro volver atrás. Me equivoqué. Una vez más de mil anteriores, de un millón de veces que me quedan. Creo que ya he tropezado varias veces con esta misma piedra. Demasiadas. Y en todas el golpe ha sido el mismo.

Con una excepción. Esta sensación vacío, de lucha inmerecida, de palabras de adiós. De arriesgar por nada, de sentir por nada, de sacrificar por nada. 

Camarero, por favor, una ración de dopamina, que me quedan un millón de errores que cumplir.

jueves, 31 de enero de 2013

Una vida se queda corta.

Yo buscaba los caminos más directos, paradas de descanso, moteles de carretera, señales de "esta usted llegando a...". Buscaba atajos a los sueños, puentes al consuelo, gritos por rebelar. Buscaba ese don imposible. Buscaba brillantes en este camino de piedras. Compañía de otro loco, sin rumbo ni propiedad, más que el poder de decir las verdades y alumbrar la oscuridad. Buscaba noches en vela, atardeceres en el cielo, silencios en primavera. Rosas con espinas, que el dolor de una herida lo sanara una caricia, un reloj sin agujas, un parón en mi ruta de la seda. Un libro sin escribir, una pluma cien años vieja. Ese éxito que dicen que llega, el best seller de las vidas, conocer tierras ajenas. Buscaba una canción en una sala de espera, una sonrisa en una puerta, un baño de felicidad. Un salto a un vacío sin gravedad. Buscaba en ese largo camino, de inciertos y desconocidos, un alma y un viento frío que me dijeran: libertad.


Imagen por Cristina Santanach.



jueves, 3 de enero de 2013

El cordón del pantalón del pijama de Álvaro y otros temas sin demasiada importancia.

Que te levantas una mañana y estás rodeada de hombres (la mayoría en pijama) y piensas si saldrás de ahí manteniendo un mínimo de tu feminidad o si empezarás a jugar y a emocionarte con el Fifa, o viendo partidos de fútbol de alevines o juniors entre el Betis y el Atlético de Madrid. Y cuando sueltas el primer ¡oh, mierda! por un gol que no a entrado, realmente te lo planteas. Y que decir ya si te toca coger turno de ducha porque eres la única que no puede compartir el baño (aun que ellos quieran).
Aún me siento mujer cuando ves que todos sin excepción te sacan entre una y dos cabezas y bailo un vals/pasodoble extraño con uno de los tíos más altos con los que bailararé jamás. Y cuando discuten por con quien dormir y yo solo quiero que me dejen bastante hueco ya que me muevo mientras duermo y si me apuras, hasta pego patadas.
Bien, al menos soy la única mujer y no te ponen a fregar. Viva la igualdad, aun que todos nos planteemos la orientación sexual del malagueño (con cariño) y la madre de la casa (que tampoco eres tu) pone un poco de orden y al final hasta conseguimos comer de forma decente aun que no sana. 
Yo no se si a la gente no le parecía raro, tanto tío alto con una muchachilla de apenas metro setenta por Madrid. 
Los temas salen y yo doy mi opinión femenina, que para eso estoy. No se si reír o llorar cuando no paran de hablar "argentino" hasta en el metro. Foto. Otra foto. Lloran porque no hay barquitas. Dos guadalajareños se quejan por no poder hacerse una foto con un bogavante mientras uno que dice que es de Sevilla no para de hablar argentino en mitad del Retiro.
Vuelvo tarde y ya están otra vez intentando que te rompas el dedo jugando a esos muñecos que le dan patadas a un balón pero que parece que van cojos. 
Se montan el espectáculo más parecido a Brodway que he visto en tu vida y me se más de una canción. Me aprendo el himno del River, que no sabía ni que existía ¿por eso lo del acento argentino, chicos?). Se oye de fondo un "dejad eso ya y poned Marea" de uno con una gorra de Los Yankees, y que encima toma Algidol para brindar.  Suena un camino Soria, con el que sin duda se ganan mi corazón si es que no lo han hecho ya y hasta me permito desafinar con ellos. Me llaman cabrera e insisten en que baje el tono de voz que las ovejas (¿no eran cabras?) ya están metidas en el corral. Yo me quejo y replico y solo me llevo alguna mirada asesina de "como baje el vecino le abres tu la puerta". 
Y ya llega el de Uceda, que no se le ocurre otra cosa que pararse a pensar porque el cordón de su pantalón del pijama se le ha metido para dentro, y como según él, eso son cosas de mujeres, no sabe sacarlo. 
Y ahí sigue, con un extremo del cordón por la rodilla y el otro extremo por la espalda ya (por no decir otra cosa). 
Solo digo que suerte tuvisteis de que no matara a alguien después de despertarme haciéndome cosquillas en los pies a las once de la mañana.
A ser felices y solución única pa' tos.
Y muchos besos de buenas noches.